Mario tiene 16 años, más que suficientes para saber que no es natural dormir en ese colchón sin sábanas, o que su sueldo, de 700 pesos al mes por 14 horas de trabajo, no justifica ni su agotamiento ni el tener que compartir un baño con los otros 50 bolivianos del taller. Mario se coloca una cámara oculta en la remera y muestra parte de su infierno: un gigantesco galpón con máquinas de coser y cortadoras, el ascensor industrial que lo lleva al sótano para buscar telares y refugiarse en su cama y la oscuridad de una rutina que sólo le da respiro los domingos (ver Clandestinidad...).
Las imágenes, borrosas pero contundentes, fueron tomadas la semana pasada en el interior de un taller de la calle Chivilcoy, en Floresta. Mario registró el lugar con una cámara diminuta que le prestó la Fundación Alameda, una organización que desde hace cuatro años persigue a los talleres clandestinos.
Esta semana la fundación hará la denuncia penal, con la esperanza remota de que los inspectores de la Ciudad no intenten culpar únicamente al capataz del taller, un coreano de poco más de 50 años que, según el relato de Mario, es apenas un empleado más de la cadena de producción.
Sabe Mario, además, que al taller lo suele visitar la Policía, pero jamás baja al sótano donde él vive desde hace un año, cuando llegó de La Paz, Bolivia, por la insistencia de un familiar. "En Buenos Aires hay trabajo", le dijeron. Y aquí llegó.
Se calcula que en todo el país hay entre 150 mil y 200 mil trabajadores textiles informales. Que en la provincia de Buenos Aires hay no menos de 12 mil talleres clandestinos. Y que en la Capital existen entre 3.000 y 3.500, según la estimación de la Defensoría del Pueblo, aunque el Gobierno porteño la relativiza un poco. "Yo calculo que habrá 2.000", dice el subsecretario del Trabajo, Jorge Ginzo.
En lo que todos coinciden es que en muchos casos se trata de trabajo esclavo, hijo de una tradición de la industria textil. El 78 por ciento de los trabajadores textiles está en negro, según reconocen las autoridades del sector. Y la cadena de valor es desproporcionada: al tallerista se le paga un peso por cada prenda que luego puede llegar a venderse a 200 en un shopping.
El drama de los talleres generó alarma social recién el 30 de marzo de 2006, cuando un incendio destruyó el taller de Luis Viale 1269, en Caballito, matando a dos mayores y a cuatro chicos. Pero las cosas no han cambiado demasiado. La Defensoría del Pueblo y la Fundación Alameda reciben tres o cuatro denuncias por semana. La Justicia federal porteña -a cargo del fiscal Carlos Cearras- investiga a cientos de talleres y a 80 primeras marcas, acusadas de ser corresponsables de la "esclavitud".
¿Dónde están los talleres? En Capital se burlan de los controles en los barrios de Floresta, Pompeya, el Once, o en galpones o casas de familia que albergan a 10, 15 o hasta 70 trabajadores en negro, a veces controlados por cámaras de seguridad, otras por la simple mirada del patrón. También en las villas, a donde pocos inspectores se animan a entrar. "En la 1-11-14 hay entre 300 y 500 talleres", advierte Gustavo Vera, de la Alameda.
"Necesitamos que la Justicia federal y el Estado en general intervengan. Hay que ayudar a las víctimas, darles protección a los testigos y apuntarle a las grandes marcas, que son las que hacen la explotación", dice Rodolfo Yanzón, de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre y denunciante permanente de los talleres clandestinos.
Yanzón apunta a las marcas, ya que la "Ley de Trabajo a Domicilio" establece la responsabilidad solidaria de las empresas que tercerizan sus servicios. Las marcas, hasta ahora, han venido esquivando culpas con el argumento de que sólo contratan un servicio.
La firma Kosiuko, una de las denunciadas, aseguró a Clarín que está comprometida "en el saneamiento de la cadena de valor" de la industria (Ver La fábrica...). En marzo pasado, la Defensoría denunció a Kosiuko por un nuevo taller clandestino -esta vez en Pompeya- y puso punto final a una Mesa de trabajo donde empresarios y la Fundación Alameda buscaban soluciones al problema.
Mario Ganola es el especialista de la Defensoría del Pueblo. Según dice, el problema es enorme ya que toda la industria textil se maneja con talleres clandestinos. "Es un sistema de producción ya organizado así, donde una obrera hace 50 camisas por día a un peso cada una, y luego esa misma camisa se vende a 200 pesos".
Para Ganola, no tiene sentido regularizar a los talleres, sino asistir a las víctimas y protegerlas para que puedan denunciar su situación sin temor a quedar en la calle. La mayoría de los talleristas, recuerda, son bolivianos indocumentados, muchos llegados al país por engaño.
Una postura distinta tiene el gobierno porteño. Según Ginzo, el subsecretario de Trabajo, "es importante diferenciar los talleres clandestinos de los informales" y sostiene que en la mayoría de los casos se trata de microemprendimientos de subsistencia. El Gobierno porteño impulsó una ley para regularizar los talleres. Se sancionó hace tres semanas, aunque aún no fue reglamentada. Según el gobierno, hay 100 inspectores listos para hacer el trabajo.
¿Qué hacen la AFIP, la Policía, la Dirección de Aduanas? Poco y nada, según reconocen todos los actores. Tampoco el gremio textil, aunque ahora empezó a colaborar con el Gobierno porteño. Esa falta de presencia del Estado se percibe en cada uno de los talleres. En la calle Chivilcoy, de Floresta, en este momento viven 50 personas. Tres de ellos son menores de edad. Uno se llama Mario y su cámara oculta ya está apagada.
Por: Gerardo Young
Fuentehttp://edant.clarin.com/diario/2009/04/12/um/m-01895190.htm
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